Mujer azul
Renato Tapado
(diario femenino)
Para Deise Lucy,
Isabela Sielski, Helô Espada, Luciana Cesconetto, Eliane Lisbôa, Karin Veras, Cecel Vieira, Maria Ignez Mello, Rosana Cacciatore, Edina De Marco, Valeria Herzberg e Raquel Stolf.
Para Maria Emília de Azevedo.
No ser poeta, escritor, filósofo según esas nociones; pero si yo debiera serlo, antes contra ellas.
E incluso - no ser hombre.
Paul Valéry
Desperté como quien sueña, pulsando con la luz que entra por el bambú, en una neblina tibia. Desperté con el sueño como manos calientes de pan en mis senos. Miro por la ventana buscando pétalos, pero son manchas en un muro.
En la oscuridad del ropero, me descubro.
Me acuerdo de una canción que olvidé. Vislumbro esa armonía diáfana entre mis pasos en la playa. Intento agarrarme a alguna nota, pero me pierdo. Entonces, abro los brazos hacia lo azul.
Hoy decidí una aventura: que todo fluyera sin sosiego ni sombras. Y aproveché el sol para desparramar mis muslos por ahí. Salí en bicicleta con rumbo cierto. Pero choqué con picaflores y me perdí.
Escribí diez páginas. Investigué aspectos filosóficos del ser y del destiempo. Construí ideas sólidas y convincentes. Estoy tan mujer, así, cuando me convenzo, que hasta me asusto.
Yo teorizo de bermudas y remera.
Ayer la canilla se rompió. Martillé de un lado, apreté de otro, y hasta usé cierta violencia, pues mi paciencia es corta. Pero la canilla pierde agua, es plateada y tiene las curvas suaves como nubes.
Hoy conseguí quedarme muda.
Como es primavera, abrí toda la casa y me estiré desnuda sobre la cama encendiéndome con el sol en la piel. A la noche, fui a una fiesta, y un hombre me miró tanto que bailé, deliré y besé a mi amiga en la boca. Me excité tanto que fui a dormir nerviosa.
En la primavera, también me deprimo.
Toda la consistencia de las cosas me persigue, y son duras. Toda la insensatez de las personas me incomoda, y no es locura.
Hoy voy a quedarme en casa.
Mientras llegaba a casa de noche, todo el monte exhalaba silencio. En medio de la ruta, desplomada en el asfalto, una comadreja. Me acerqué. Su cuerpito de costado, los pelos pareciendo espinitas finas, la colita pelada y dos ojitos negros. Los ojitos todavía brillaban, húmedos. Estacioné, abrí la puerta, me senté en el sillón con las luces aún apagadas.
Si yo cantara, temblaría.
Miro el mar con ojos de águila. Los cangrejos se esconden. Tengo ganas de comer tierra.
Hoy por la mañana, estoy como una loba sin sueños.
Como es primavera, salí descalza, pero el suelo estaba frío -piedras, musgos, la arena de la playa-. Pero seguí firme: quería que un escalofrío me sacudiera las fibras como un relámpago.
Hace tiempo que no cojo.
Caminando, encontré un gato. Él se enroscó en mí como si ya me conociera: un gesto gratuito. Me hizo sentar en el suelo, girar con él y sentir la textura de su pelo perla, hizo que yo sonriera en el medio de la ciudad, atónita.
No era gratuito.
Pensé durante dos o tres horas ininterrumpidamente. Fue así: ¿por qué me excito en la ciudad con sus cafés abiertos y sus librerías, los horarios del cine en la cabeza y aquel restaurante de pastas? ¿Por qué adoro Buenos Aires y, estando allá, pienso en la selva, en el mar, en el olor a jazmín? ¿Por qué estoy siempre tan inquieta, a la espera de algo que nunca me ocurre, dispuesta al riesgo de un placer inédito, certero? ¿Por qué no paro de pensar y no me quedo un instante quieta en un rincón?
Me cansé.
Un hombre tiene algo tan hombre que no sé definir. Es raro que ese algo aparezca cuando están de saco o cuando están desnudos. (¿Por qué las películas nunca muestran el hombre desnudo de frente?).
Un hombre tiene una arrogancia, una elegancia violenta, que a veces llega a ser atractiva.
Me gustan mucho los músculos masculinos, pero lo que me deja más desamparada son sus ojos.
No sabía por qué empecé a escribir. Pero ahora sé por qué no puedo parar.
A veces, tengo que parar el auto, bajar, volver a pie algunos metros para vislumbrar, en el medio de los árboles, una mariposa rara. En casa, las lagartijas me ayudan en esa tarea. Los gatos me indican dónde encontrarlas, pero casi siempre es demasiado tarde. Otras veces, me fijo en lo imponderable de una hoja.
Dicen que soy medio colgada, pero soy más: soy etérea.
Me acuerdo de que yo tenía un novio mucho mayor que yo. Una noche, fuimos a cenar en un lugar con luz de velas. Se oía una música árabe. En una mesa próxima, un hombre solo, con apariencia cansada, bebía vino tinto y, de vez en cuando -lo sé-, me miraba. En esa época, yo tenía los cabellos largos y medio rebeldes. Hablando sobre los platos y los vinos, acabamos conversando con ese hombre. Algunas pausas, algunas miradas y un diálogo mínimo. Bebimos más vino. Un poco antes de irnos, el hombre nos miró y preguntó, deteniéndose más en mí que en mi novio: "¿Ustedes están juntos?". "Sí." Entonces, el hombre dijo, mirándome de reojo: "Pues tengo que confesar que le tengo envidia".
Me levanté, fui hasta él y le di un beso en la cara.
La sensación que más me aflige es la de tener tanto, estar sobrecargada de cosas para compartir, para ceder, y muero con todo eso encima mío en una zanja del gran desierto.
Ayer escribí esto:
"Tengo una espera. Llega a ser arcaica esa pureza del instante incompleto. Como si yo estuviera hecha apenas de aguas. Cuando nado, todo se resuelve sin la solidez de un acto o de una idea. Pero la pileta es un límite, un comportamiento. Y mi espera está constituida de expansiones, aunque a la vera, en el umbral del abismo. Cualquier lago me actualiza. El mar, entonces, es una perplejidad que sé, como los pájaros: yo también me embriago por el vuelo. Nauta sin brújula, lista para el buceo: es así como alimento mi sed, ayudando al calendario. Sueño con la impaciencia de la gaviota. Tejo aquello que nunca acaba, cuento todas las noches la anteúltima, la que no hay. Es cuando mi espera es un vértigo, cuando danzo con la música de mi propio silencio, abro la inconsistencia hasta el límite, muerdo el peligro. Me muevo en el agua, y mi lucidez salpica. Mi diálogo es con los delfines, que perciben en el pasaje. Pero ellos no esperan, apenas nadan en el infinito líquido sin tiempo. Por eso, los delfines siempre sonríen: el tiempo se derrite en tanta agua, y el delfín y el mar son una sola cosa, sin miradas ni toques, sin pensamiento. Y cuando habla, su voz experimenta la delicia del volumen y del diálogo con el agua, con los peces. Mi voz es seca. Al hablar, tropiezo con piedras. Soy en la consistencia de la dureza, pero floto. Es que, en mi espera, imito la pluma. Y desvanezco las nubes cuando duermo, sonámbula en la madrugada azul sin lunas. Todas las horas pesan. Y tengo el pretexto de la espera para levitar: soy alada como una bruja. Volando, vibro. Soy un instrumento de viento, pero sin finalidad. Sueno, cóncava, en la textura de un acorde. Entonces me ensancho. Dispongo el diseño de una nota sobre el campo, como una sábana extendida de girasoles: soy amarilla. Y peco por esperar. Todo lo que vislumbro son señales sin eco. Mi espera es vacía. Comparto con la marea la redundancia de la falta. Y me repito en la ausencia de una respuesta: soy aquella que lanzó la duda en el espejo. Todos los minutos son iguales. Mi gesto se intercala entre tedio y tedio, hambre y hambre. Soy en el apetito del etéreo. Abro la exhuberancia del día sin opción, en el silencio de la tarde, en la improvisación de la sílaba. Y lo que recojo son instantes marchitos: la flor es para quien cree. Y la soledad del espino del limón reverbera en mi voz plena de sales, de aguas secas. Tengo todo el tiempo de la espera, menos la vida. Poseo la fiebre de lo inaccesible. Intento y me tapo. Saboreo el temblor de un frío en el alma, yo toda ardiente de nieve: sólo soy barroca porque me pierdo. Y trago letras azules."
Ayer salí de minifalda. Algunos hombres me miraban de un modo tal que querría haberme escondido. Pero hoy, hoy salí de pantalón y camisa, casi nadie me miró, pero fue cuando yo estaba más expuesta, más cruda.
Soy de una timidez sinuosa.
Vengo instigando a los pájaros. Hace semanas que no traigo peces, y ellos siguen mirándome a los ojos. Imagino diálogos con ellos, palabras que no cambio con nadie. Ellos siempre me miran como si me preguntaran por aquello que también es mi falta.
Ningún domingo termina para mí. Las horas van acumulándose sin que yo me satisfaga. Todo se diluye en el paisaje, en el mar, en el cine, en la copa de vino. Después, es como si yo quisiera extender el día hasta el umbral de una promesa que no llega.
Los domingos, voy a dormir incompleta.
Anteayer se cortó la luz cuando preparaba algo para cenar. Tuve que distribuir unas velas por la casa y adaptar mis ojos al ambiente. Cuando comencé a lidiar con las hierbas, pasé a hacer todo más lentamente, estirando el ritmo de mis gestos. Veía otros colores en el mundo. Todo se volvía íntimo, todo carecía de conspiración y se anidaba en una faz acogedora de silencio. Comí de a poco, con el aroma de las pimientas, la leve acidez del vino y el pequeño calor de las velas y del plato.
En ese día, fui a dormir tarde.
Hay días sin sueño, grises, en que bosquejo alguna huida, pero no salgo del lugar. Miro por la ventana, siento el frío que los árboles azotados están sintiendo y pienso en decidir algo, como leer un libro o hacer un café. Me siento para pensar un poco. Cuento en el reloj cinco, diez, quince minutos y sigo sentada entre un gesto y otro, y acabo no decidiéndome. Son quince minutos en que no muevo un pie, el silencio se acumula, estoy tan sola que ni el gato me da bola.
Entonces, me enrosco en mí misma como si agarrara un caracol de lana.
Cuando la noche se hace más voluminosa y los puntos de luz naranja se incrustan en el azul marino de la laguna, paro. Me quedo quieta mirando la luna y quisiera dividir ese instante con alguien. Pero si tuviera compañía no sería el mismo azul, la misma luna. Ellos me dicen tanto, pero no sé bien qué. Tengo tantas ganas de escribir en ese silencio oscuro, pero no puedo. Me quedo apenas de ojos bien abiertos, perpleja con lo que hay.
Intento olvidar por qué crecí tanto y ahora estoy así, del tamaño de un arbusto de 1,65 m. Y soy esa cosa presa de la tierra, y mis frutos se caen en el suelo, se aplastan y se pudren. Intento olvidar cómo surgí en el medio de ese monte asimétrico y escaso. Pero también tengo mis flores, que a veces lucen su brillo intermitente.
Cuando me siento sola, salgo, me deslizo por los bares y me siento en algún lugar delante de algo para comer y beber. Sigo con la sensación solitaria, pero sólo por dentro.
Manuel Puig escribió en El beso de la mujer araña: "Si todos los hombres fueran mujeres, no habría torturadores".
Lo que pasa es que él no conocía a las mujeres.
Soñé lo siguiente:
Yo trabajaba en una tienda de ropas, y enfrente había un bar. Una noche, se sentó un hombre y pidió un vino. Él se quedaba justo delante de mí. Pasaban una música fuerte, y yo empecé a bailar frente a un gran espejo, donde veía el hombre al otro lado de la calle. Ese hombre escribía algo en un anotador, y yo me probaba blusas. Terminó la noche, y no vi más al hombre. Pero era sobre mí que él escribía.
Sábado, un hombre me tocó como si fuera por primera vez. Sus manos erizaban mis pelos aún antes de la caricia, tan tenue como la piel de una fruta, como si yo levitara recostada en él, como si yo fuera perdiendo la respiración con su temperatura. Llegué a cansarme de contener, qué sé yo, un grito, presa que estaba en aquella playa abierta que me daba miedo, y yo temblaba debajo del agua.
Al día siguiente, le mandé rosas color champán.
Esta noche, volví del cine con un deseo de qué sé yo... Estaba todo tan conmovedor, hasta la lluvia fina y la noche densa. No una conmoción de lágrimas o historias románticas, sino el impacto leve de una película entera, que me atrapó como arte. Lo que me toca es inteligente. Y poso, después de la aventura, en mi oasis privado. Camino por la casa, escucho a Natalie Cole, me siento. Hasta camarones comí, y tomé copas de un vino levemente dorado. Pero seguí hambrienta.
Mi espera es la de una mujer que suspira contra la insuficiencia, esa falta que me atraviesa. Cuántas horas se deslizan por mí llenas de voces, "holas", "buenos-días", "qué-decís" vacíos, en que una respuesta sí o no da igual, como diálogos huecos entre una comida y otra. Yo trago mi mudez como el biguá su pez plateado.
Ayer me sorprendió un grito. Pasó una mujer frente a mi ventana, y sentí casi una falta de aire, un temblor interno, una cosa. Ella gritaba un espanto. No era palabra: era un grito, una pulsión exacerbando la ira en una esquina. No me levanté. No dije nada. Miré la puerta del ropero, su amplio espejo, y me evité.
El pajarito cayó en el balcón. Empezó a agitarse en el piso de madera, sacudiéndose, pero no salió de allí. Me acerqué como quien quiere robar algo. Tenía miedo a desarmarlo, y él allí, sin fuerzas, en un espacio que no era el suyo. Di un paso más. Él intentó volar, pero no pudo. Entonces lo agarré. Él quiso debatirse, yo aguanté. Mi corazón saltaba con aquella vida caliente en las manos. Todo un cielo se concentraba allí, en aquel vuelo latente. Sus ojitos negros espiando el mundo. Entonces, como quien no cree en nada más, volamos.
Hoy lloré como si lo necesitara. Almorcé, lavé la vajilla y me quedé espiando, intacta, la lluvia allá afuera y su textura gris. Ningún ruido en la calle. El día se detuvo en mí, y me estiré en el sofá con una frazada en los pies. No tenía nada para pensar y, entonces, comencé un llanto que saqué de algún dolor acumulado de tantos desencuentros, tantos tropiezos. Yo sollozaba solita. Hasta que llegué al silencio. La lluvia paró. El tiempo me dio una tregua.
Tengo el cuerpo hecho de cristal. Giro lentamente en la arena sin rocas, casi levitando, y cualquier ruido agudo puede hacerme estallar. Estoy como si fuera la más delicada de las materias. Tengo carencia de lanas. Contengo las formas del agua y me ensancho, frágil, en la mañana abierta y azul. Y sufro con la turbulencia del suelo.
Se cayó un murciélago. Tumbado en el cemento gris, aquella mancha oscura respiraba y era alada. Me miraba de costado, y cada pata mostraba sus garritas. Se cayó y, con las alas abiertas hacia el suelo, panza para abajo, movía su ojo diminuto sin reclamo, sin brillo. Estaba vivo como una planta. Parecía un pájaro con pelos, un miniángel negro, con cara de mamífero caído. Entré en la casa procurando qué hacer y, cuando salí de nuevo, el murciélago ya no estaba allí, ya había partido para lo imponderable, ya había terminado su tregua con lo concreto del mundo.
No sé si estoy escribiendo lo que me pasa o lo que no me pasa. Escribo la falta: la falla entre el sin y el con, las entre-horas vacías, los márgenes del estar. Perdida, me agarro a la materia-sílaba, presente, flecha que me alza en vuelo. Un diario es abrazar una plenitud hueca. Espero por mí en la esquina. Canto, y mi voz me entrega a mí misma, carente de lugar. Cada frase es un cadalso, una lumbre. Espío la calle y me encuentro con el camino abierto. Cierro el cuaderno, guardo todo en el cajón, voy a dormir. Pero sigo inflada con la imprecisión de la carencia y del tiempo veloz.
Caminar por la calle a la orilla de la laguna es como recorrer nubes. El tiempo extendido de un instante ocioso, azulado por las aguas, rasguñado por las alas negras de los biguás, blanqueado por la mirada de la gaviota. Camino observando lo ínfimo que se esconde en los lugares más amplios y abiertos hacia la nada. Una hoja o una piedra es un evento para mí, como esa garza, aquel barco. Es cuando sufro por la inconsistencia de las cosas y me atengo a lo concreto de la espuma causada por la lancha o por el buceo de un pájaro hambriento. Entonces, me apego al aire, a mí misma, al verde montañoso e intento librarme del naufragio.
Vivo en un boceto de vida, en una página áspera de blanco, escuchando el rasguño de la birome negra en el silencio de todo. La propia textura es un obstáculo, y mi mano se adhiere a la consistencia del papel como el agua se infiltra en los granos infinitos de la playa. Me olvido en ese desierto sin ecos. Grito y me asusto sola. Y en la exactitud de la blancura sin fallas elaboro una frase húmeda, dispuesta al ejercicio de la espera, como gotas, aguas azules, estrellas.
Este diario se hace de casi-acontecimientos, casi-hechos, cosas en la inminencia, al acecho. Hoy, por ejemplo, desperté desperezándome toda, abriendo las piernas, rozándome en almohadas fofas, enrollando sábanas. Tardé en tomar café. Me estiré para abrir un poco la ventana -sólo un poco-, pues quería una luz difusa, quería rascarme, sentir el olor de mis rodillas, de mis muslos. Cuando duermo sin bombacha, me pongo tan desnuda, tan expuesta a la piel de la cama, que siento olor a café, a pan caliente, a manteca. Y gozo.
Creo que es un sueño o una imagen, no sé. Un tipo me empuja contra la pared, que es dura, pero para mí es como un colchón parado. Él pone sus grandes manos aquí abajo y me abre, me abre las piernas, no sé si yo intento detenerlo o no, pero me ahogo de tanto que mis pechos se hinchan, él me da vuelta, me pone de espaldas con fuerza y me abre, me abre hasta que arde, y él tiene buen cuerpo, está apurado. Tengo miedo, pero es un miedo sabroso, un miedo violento y dulce.
Me siento en la tierra y estiro los brazos hacia las hojas húmedas. Me siento acogida en medio de los árboles, mirando la lluvia, allá lejos, un barco llegando. Cuando todo está gris, brillo, como esas flores amarillas en la masa verde de copas y vegetación. El cielo desaparece entre la neblina, y yo vengo a la superficie, mirando el mar salpicado de lluvia, como pintura. Todos los pájaros me investigan. Todas las lágrimas me delatan. Mojo mis muslos y me deslizo en el barro. En la lluvia, me pongo más dulce. Y trabajo, como la saliva de la hormiga, tejiendo sorpresas.
Qué mierda cuando todo sale mal, el café hierve, el pan se quema, nadie atiende, la goma pinchada, la fila, el embotellamiento, el tropiezo en la piedra. La carta que no llega. Al final del día, podrida, voy a beber un trago en algún lugar con gente conocida, la charla mínima, sin sabor, la soledad en el espejo, la prisa -¿para qué?, ¿hacia dónde?-, la noche negra y chau.
Las mujeres son blandas, maleables, líricas. Pero muerden. Las mujeres, cuando están solas, duelen. Yo, cuando veo una, me doblo delante de esa imagen única, brillante, que ella exhala. Las mujeres son bravas. Son lúcidas -traslúcidas-, transitan por donde nadie ve y llegan. Ellas tienen hambre y maman. Ellas conquistan el último reducto y lo regalan. Las mujeres se besan, se agarran y trepan hasta el último escalón, hasta el último cielo, y abrazan, saciadas, una estrella.
La semana pasada, tropecé.
Lo juro. (Casi ya ni me acordaba).
Me topé con el pie en aquella puta piedra.
Piedra puta.
Tropecé de verdad. Nadie me vio. Estaba todo vacío allí. Sólo la piedra y yo.
Ahora me acuerdo: un pajarito se rió. Hijo de piedra.
Y lloré sin lágrimas, sin nada. Lloré sin saber. Lloré por la piedra.
(Yo tropecé hacia adentro).
Tengo conmigo una espera que no sale. Camino, y ella me acompaña. Mis treguas son mis pequeños placeres, ese vino, aquel libro, la selva cerrada... Cargo una espera arcaica, con el peso de una biblioteca de plomo. Pero yo, yo soy leve, cuando amo o cuando estoy descalza en la playa. Hay días que hasta levito, ávida de nubes, mirando el mar verdoso. Mi sueño es de gaviotas. Y, en esos días, ahogo mi espera en música.
Yo tengo mi silencio. Lo mastico, lo saboreo, y nada habla. Lo chupo y lo trago sin hacer ruido. Todas las sílabas que no hay. La palabra cero. Mi silencio es vasto y no rima. Está atravesado de rabia y calentura. Vibra como todo lo que pulsa y me arrastra hacia el delirio. Pero no habla. Calla en mí lo que vuela, lo que parte, y se apodera de un deseo. Mi silencio me come. Y yo mato mi hambre dentro de él, diciendo: